miércoles, 26 de julio de 2017




Soy de los que, sentados a la mesa, miran frecuentemente una tajada en el plato y no la tocan. No siempre es el pedazo de comida más grande ni resalta por su buen aspecto pero, si desaparece, continúo mirando seria y perturbadamente el plato hasta que no tengo más apetito o recibo en el teléfono un mensaje de C. Lo primero que pienso antes de retirarme de los lugares donde se me quiere por lo que soy es: si, arrepentido vuelvo, si recuerdo y con el rabo entre las piernas regreso y ese trocito de carne sigue ahí, como el que sabe que un día pasará hambre y echará de menos ese puñado de artificio que no comió, tampoco esta vez seré yo quien lo coma. Es como si me causara un tipo de placer verlo ahí, solo y olvidado, deshaciéndose muy despacio, imperceptible sólo a lo largo de un tiempo del que no dispone, en el plato de la vida que a todos nos ha tocado y que a ninguno, estoy seguro, nos darán la opción de repetir. Y no sé si tiene mucho que ver, ni siquiera si habéis entendido lo que quiero decir pero, sigo defendiendo la idea de que no pueden ser amigos quienes vienen del amor.



*In a French Hallway, de la artista británica Liza Hirst. Óleo sobre tabla de madera.