Sentados a la mesa los
moribundos del sentimiento, todos son como yo y no reconozco a ninguno. Han venido a acompañarme
en el adiós. Festejamos el último llanto. He de decir la más sincera pena, entregar lo que no puedo llevarme. El tradicional banquete de mi
realidad ya parece estar tocando a su fin, y he quedado solo, tendido en el
frío mármol del pasillo. El anciano que podría haber sido, que a ratos una fina
melodía que adentro perdura me invita a que todavía puedo ser, reclinado en su hamaca,
sus barbas, que lo decían todo, ya no dicen nada. Yo, cúmulo de ninguneos, que
le he visto gritar y pasar hambre, que puse mis manos bajo sus pies cansados
cuando quiso alcanzar el fruto, ya no parezco ser nada para él. Pero de pronto,
un íntimo sudor me desvela y me relaja. Ahora en la música interviene una voz
de mujer. Es tu voz. Conforme la canción avanza puedo ponerte cara. Puedo distinguir claramente a cuántas guerras has sobrevivido, de qué laberintos saliste por tu propio pie y por cuántas personas darías fiel tu corazón. Y me recuerda muchísimo a una vida que yo había soñado y que, con la poca esperanza que me queda, todavía sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario