viernes, 11 de noviembre de 2016




     Di lo que tengas que decir, me susurró al oído la línea finísima que separa tu mejilla de tu pestaña, pero ten en cuenta que, dado el lugar desde donde escribo esta carta, pocas cosas pueden inquietarme. Yo te escuchaba sin moverme, aun sabiendo de antemano que venías preparada de la escuela de la vida tenía miedo a decir algo que hiciera brotar la lágrima, después de todo siempre hay algo que puede asombrarnos. Por entonces la enfermedad no entendía de quereres -lo recuerdo todo con profunda seguridad de invierno, tumbado en una cama que no es la mía y esto sólo tú puedes entenderlo- y supe permanecer ahí largo rato, sentado a tu derecha, mirando correr con despreocupada alegría el río, intuyendo de soslayo tu sonrisa.








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