jueves, 3 de noviembre de 2016




Fiebre. 

     Los perros han husmeado bajo mi almohada durante toda la noche. Debían ser las tres de la madrugada cuando, inexplicablemente, un cercano bullicio de niños jugando en la calle me despertó de estrépito. Recuerdo que antaño mi madre me contaba que en noches como esta, de repente pronunciaba su nombre a gritos y cuando acudía asustada a mi cuarto yo dormía como un ángel. Decía también que a la mañana siguiente, cuando me lo contaba todo, yo decía no tener conocimiento de nada, pero que me evadía todo el rato, que parecía huir como si hubiera descubierto un secreto y se me pasaba la mañana tendido en la cama, a veces dibujando, a veces leyendo, y a veces mirando fijo el techo como el que busca remedio a los problemas de los otros, como deleitándome con la idea de ser bálsamo para la herida de los otros, como si a partir de mi despertar la fiebre que me hubiera mantenido durante toda la noche preso de perros y risas hubiera dejado de ser lo importante.
     Como esta, la mayor parte de las historias que guardo en mi memoria están incompletas, es como si, para mantenerme a salvo de mí mismo, astutamente hubiera ido recortando detalles, lugares, fechas importantes. Por eso sin duda me quedo con el despertar de hoy, punto de partida que marca los grandes cambios en mi vida: saber que tengo por qué luchar, que hay una mujer y una niña de seis años a las que amo y he de cuidar, hacer sonreír, construir una escalera.




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