miércoles, 19 de abril de 2017




     Papá dice que ha muerto el vecino, el de las manos atrás al caminar, el de los largos paseos de extremo a extremo de la acera mirando el reloj como el que desespera. Estábamos comiendo. Inmediatamente me he sentado a escribir para hacer memoria de aquellas conversaciones largas tardes de verano, al sol, los dos haciendo como que escuchábamos al otro sin necesidad de entender una palabra, sin ni siquiera mirarnos, sólo pendientes del correr del sol a ras del suelo hasta que esta silueta chocaba con nuestros cuerpos, entonces sabíamos que era el momento de mover el banco unos metros atrás. El hombre era mayor, llamaba a la puerta de la casa para que le encendiera el fogón de la cocina o consiguiera que el perro volviera a entrar. No hace muchas mañanas, el pobrecito lloraba porque el fuego en el que su hija menor había puesto a cocer la leche para el desayuno antes de marcharse a la misa de las nueve se le había apagado; me preguntaba entre sollozos cómo era posible que un continuo chorro de gas se apague tan sólo con una corriente de aire. Y yo sólo miraba, siempre aprendiz de todo, sus barbas. Las barbas de los hombres cuentan historias. Yo respondía a todas sus preguntas mediante gestos sencillos y él siempre creía que estaba intentando decirle que se quitara una pestaña de la cara o que ya asomaba otra vez el verano.




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