Que, pese a todo lo de ahí afuera la vida es preciosa, uno lo descubre una mañana de últimos de marzo en que despierta canturreando una canción rara, por lo desconocida, y batiéndose en duelo de sonrisas con los geranios del patio cubierto y con la madrugadora pareja de gorriones impasiblemente posados sobre la antena del tejado. Y cruzas por allí, y delante de cualquiera de las puertas que una tarde atravesaste decidido porque sabías que los dos merecíais ser felices, un gusanillo te sube del estómago a los ojos, llenándotelos de agüita, y cambias, involuntariamente, de canción.
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