—¿Les echo de comer para que se acerquen?
Por no decir cualquier cosa, porque cuando estoy tranquilo y feliz conmigo mismo se me nota en cuanto digo, preferí callar. No, espera, dije sí.
—Vale, —dije— y sonreí.
También recuerdo que en un alegre intento por que ella sonriera, porque bien sabe dios que no me gusta sonreír solo, añadí:
—¡Uy! Si tengo la cámara apagada.
Es evidente que era broma. Logré fotografiarlos. Olía a libro viejo, a antiquísima memoria de los más ancianos de Madrid. Me volví hacia las casetas de la feria y seguí buscando algunos títulos de Alejandra Pizarnik. La miré. Ella seguía comiendo de aquella bolsa de patatas, era gracioso ese movimiento y por un momento sentí como si todo lo que me importara fuera el hambre de los que pasan hambre en el mundo.
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