lunes, 12 de junio de 2017




A la hora de comer, recordaba con mamá aquella tarde de feria en que el motor de gasolina que servía para que funcionaran las luces del mítico puesto de libros, formó un gigante diablo de polvo; este levantó con tal fuerza hacia nosotros que temimos no vernos más, pero no nos lo dijimos: ambos preferíamos mantenernos en ese silencio del que da las cosas por sentadas. Era increíble cómo decenas de libros de todas las épocas y temáticas daban su tranquilidad por nosotros, volaban tan alto que hacía pensar, ocasamente, en los amores perdidos. A partir de aquella tragedia aparentemente inofensiva ninguna tarde de feria valió la pena.




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