viernes, 2 de junio de 2017




     Años y años de intratable melancolía, ojos henchidos -sólo cuando los ojos que saben mirarlo- de antivitalidad y desesperanza, el niño es azotado siempre por cosas contrarias a las merecedoras, impropias de estos parajes, de esta edad en que bien se disimula cualquier cosa haciendo apenas amago de abrir la boca. En cambio es maduro para su edad, y aquí una pequeña muestra de los amargos, por certeros, pensamientos que lo eluden de cualquier otra actividad matinalmente desamparada de amor y gozo: No sabemos porqué seguimos. Algunos, como yo, somos jóvenes, demasiado más jóvenes que otros. Acabamos acostumbrados al dolor y creemos, hasta que de pronto la definida línea en las costuras del alma supura un líquido intransigente, que nos hemos curado; ahora sonreímos porque nos hemos hecho creer a nosotros mismos hasta el fácil convencimiento que uno de los síntomas más claros de que hemos madurado es que hemos aprendido a mostrar alegría sin miedo delante de la gente que nos quiere, y así, cada vez con más frecuencia: no somos débiles. Decía José Hierro "Cómo puede ser bella / flor que tiene recuerdos". No puede, yo sólo soy un niño, te transmito mi sentimiento; yo no he elegido mi color, ni la forma que tiene el mundo de mostrarme el espíritu de las cosas inmateriales, ni mi ternura. Yo lo miro fijo, sé que en una de estas el niño saca la pistola y acaba conmigo, le conozco veinte y ocho años y no ha conseguido que me vuelva loco. Siempre es demasiado tarde para la locura, nunca para otra soledad ni otro abandono.




No hay comentarios:

Publicar un comentario